Prefacio

Prefacio







Tras el incendio que devoró al Novedades con hambre de monstruo, todo el mundo juraba haber vaticinado en alguna ocasión que, algún día, a ese teatro se lo zamparía el fuego como si fuera una tea preñada de resina. Nada más estéril que sentirse dueño del augurio de algo pretérito, pero aun así, fueron muchos los que utilizaron el falso presagio, bien para alimentar su afán de protagonismo o para concederse, aunque lo hicieran de forma inconsciente, patente de salvación.
Era innegable que resultaba muy difícil encontrar a alguien en todo Madrid que no hubiera asistido como espectador al coliseo de la calle Toledo, y entre los vecinos del barrio que siempre lo sintieron como algo suyo, sencillamente era imposible. Por eso, en algunos casos, a las hablillas en las que se aseguraba conocer de antemano el devenir de la tragedia, se las llegó a considerar trolas balsámicas. Entre los chismosos estaban los que juraban que con las entradas ya en la mano, sólo un instante antes de entregárselas al portero, habían vuelto sobre sus pasos sin poder determinar el motivo concreto que les llevó a salir de nuevo a la calle, y también los que afirmaban que aun habiendo comprado las localidades con varios días de antelación, en el último momento decidieron quedarse en casa y no asistir al espectáculo. Eso sí, todos proclamaban la certidumbre de haberlo hecho movidos por una decisión irrevocable, provocada por un enigmático presentimiento de fatalidad. Otra cosa era, aunque de esto nadie echara cuentas, que si las historietas de unos y otros hubieran tenido algo de verdad —aunque todos intentaran significar su modestia jurando por quien hiciera falta, que hasta ese día desconocían sus facultades premonitorias—, con menos de la mitad de los que formaban aquella legión de eventuales espectadores a la fatídica función, se podrían haber llenado más de veinte teatros con el doble de aforo que el del Novedades.
Toda esta amalgama de sentimientos que caminaba hermanada con el desastre sólo venía a demostrar una vez más, que el miedo siempre supo disfrazarse de sabiduría para intentar burlar la autoridad de la muerte. Gracias a eso, incluso el pesimista más recalcitrante es incapaz de imaginar su nombre escrito entre la relación de víctimas de cualquier catástrofe, futura o pasada. Así que, tampoco en esta ocasión, nadie, por muy listo y competente, o por menesteroso y torpe que fuese, estaba dispuesto a reconocerse formando parte de aquella —según los periódicos— “...multitud popular, que en su precipitada huida, intentando vislumbrar un resquicio por donde huir, fue la causante en gran medida del apelotonamiento irreflexivo, que no hizo otra cosa que aumentar las proporciones del siniestro”.               


A la mañana siguiente, lunes, 24 de septiembre de 1928, entre la calle Toledo, donde el Novedades tenía la entrada principal, y su cuarta pared, no quedaba más que un abismo negro y humeante.
Las primeras luces de ese día se encargaron de certificar la profundidad y la solidez de la pena, diluyeron el vértigo y el espanto plural que acompaña a las grandes tragedias, e hicieron hueco a la fatalidad íntima con nombres y apellidos. Después, ni una sola de las personas que habían permanecido en vela caminando sin rumbo durante toda la noche por las calles que rodeaban aquel infierno, daba igual si lo hacían por obligación, por necesidad —el fuego alcanzó a muchas casas colindantes—, o por afición a las catástrofes, que siempre los hubo, dejó de sorprenderse con aquel brote de silencio, denso hasta alcanzar el desafío, que se fue adueñando incluso del aire que se agazapaba —él también— confuso y desolado en cada rincón del barrio. Un silencio irreconocible para todos los que ahora lo sentían de forma inevitable, viajando impávido y pleno de orgullo entre tanta muerte. Ese mutismo envolvente y pretencioso fue capaz de engullir por primera vez desde que se recordaba la epidemia de bulla que acudía cada mañana zurcida con el amanecer. Una efusión de vocerío y alboroto que a todos resultaba familiar e incluso festiva, provocada por el trasiego necesario para abastecer de provisiones los puestos del inmediato Mercado de la Cebada: ubre gigante y plural cuya gloriosa misión no era otra que la de nutrir a los habitantes del cogollo de la ciudad.
             Pero a  media  mañana, el vecindario en pleno, fiel al título que le
otorgaba el reclamo publicitario que durante tantos años había utilizado la empresa del Novedades: “El teatro más popular del barrio más popular de Madrid”, ya se comportaba con la naturalidad que regala la costumbre. Y dependiendo de la euforia o el pesimismo del momento, unos y otros se dedicaban a ensalzar o desmentir con idéntica vehemencia las decisiones de las autoridades, y a la vez, asentían o negaban las diferentes causas que se aseguraba habían provocado la catástrofe. Aun así, hubo un par de cuestiones que originaron en todo el mundo una admiración sin controversia: el reconocimiento a la abnegada labor de los bomberos y la honorable actitud demostrada por el Alandi, el Burra y el Espabila, tres choros que siempre trabajaban en equipo con una eficacia cercana a la excelencia allí donde la muchedumbre engendrara descuido. No había domingo que no acudieran con exquisita puntualidad laboral a la entrada o a la salida de cada función de cines y teatros. Por eso, aquella tarde, fieles a la profesión que les daba de jalar, tras aprovechar la confusión regalada por el inicio del caos, no dudaron en llevarse de paseo la recaudación de la taquilla del Novedades. Pero al día siguiente, los tres birlos dejaron pasmado a todo el mundo al devolver íntegramente el dinero, pero ahora, aumentado con quinientas pesetas de su propio bolsillo, no sin antes proponer algo, que según ellos, había brotado de sus adentros: que su aportación sólo fuera la primera de un fondo de donaciones que aliviara a las víctimas en lo que el dinero es capaz. Tanto a las que, aun habiendo estado dentro del teatro aquel aciago día, el extraño criterio de la suerte todavía les permitiera recibir la ayuda personalmente, como a los familiares de aquellas otras, a los que la enigmática voluntad de la parca hubiera designado para llevarse.  
            Al cabo, hubo de ser la muerte, una vez más, la que permitiera a más de uno intentar justificar su forma de entender la vida.